Como los lectores de libros sacros, los pregoneros de milagrerías y los
loteadotes de paraísos y nirvanas, también yo he de sentarme de espaldas al
Río, frente a las escalinatas plagadas de creyentes y obsedidas de dioses vivos
y muertos; frente a los Templos de ladrillo y cobre en cuyas escamas la luz
hierve y crepita; bajo los empinados Palacios en cuyas azoteas cunde la
algarabía de los monos.
También yo he de llamar a los creyentes para que formen corro en torno mío, y
me escuchen.
Pero no he de leerles milagros de dioses, ni hazañas de héroes, ni amores de
príncipes, ni proverbios de sabios. Pues respondiendo a lo que viera el ojo, el
duro brazo de la cólera arrebató el libro abierto sobre mis rodillas y lo
destrozó contra el viento. Y ahora el viento dispersa sus hojas sobre el Río,
como ahuyenta el huracán a una bandada de pájaros de mal agüero.
¡Ah! he repudiado el libro.
He abolido los libros.
Sólo quiero ahora la palabra viva e hiriente que, como piedra de honda, hienda
los pechos y, como el vahoroso acero desenvainado, sepa hallar el camino de la
sangre. Sólo quiero el grito que destroce la garganta, deje en el paladar sabor
de entraña y calcine los labios profirientes. Sólo quiero el lenguaje del que
se hace uso en las escalinatas.
Pues tengo el designo, ¡oh, creyentes!, de abrir audiencia aquí, sobre las
escalinatas, de espaldas al Río, frente a los Templos y bajo los Palacios.
Designio de incoar un proceso —el vuestro—; de armar un alegato —el vuestro—;
de reanudar, fomentar y dirimir la más antigua querella —la vuestra.
Apelo a vosotros, ¡creyentes! Necesito de vosotros y de todos los seres de
condición contradicha.
He aquí, pues, mis citaciones a esta audiencia:
En primer término, cito a los hongos humanos que proliferan sobre las escalinatas
o agonizan en ellas:
Esculturas vivientes, gesticulantes y gimientes que abren avenida hacia la
abierta sala de nuestra audiencia:
El adolescente epiléptico que hace precipitar el ritmo de las plegarias con su
alarido de entusiasmo y su bramar de espanto;
el enano que salmodia su irreparable mendicidad bajo el lujo su enorme turbante
amarillo;
el paralítico que, con sus tablillas ambulatorias, remeda sobre la sorda piedra
la invitación de las castañuelas a la danza;
la leprosa que, mendicante, púdica, coqueta, desesperada, exasperada, cierra o
hace flotar el vuelo violeta de su manto sobre su desleída carne gris;
el niño que pone al sol los coágulos azulencos de sus ojos descompuestos;
el hermoso mozo mutilado por sus propios padres para que la muda y muda
plegaria de sus muñones le garantice el pan de cada día;
el demente,
el sifilítico,
el idiota,
el varioloso,
el pianoso,
el tiñoso,
el sarnoso,
el caratoso,
el tuberculoso,
y toda la horda innumerable de los consuntos.
Que vengan aquí, que se acuclillen en primera fila, muy cerca de mí para que su
yerta brasa haga borbollar las palabras en mi pecho hasta que broten de él
lenguas de fuego.
Pues quiero desatar un gran incendio.
Doy luego precedencia en mis invitaciones a las gentes que viven un poco más
allá de las escalinatas, detrás de los Templos y los Palacios:
las muchachas que acarrean las arenas y reciben en pago de su afán minúsculas
hojuelas de estaño;
los vendedores de leños para las piras funerarias;
de tierras de colores para los tatuajes de la casta y el rito;
de rosarios de sándalo, nueces o vidriería, que amansan la ira e inoculan la
resignación;
las niñas que venden guirnaldas para adornar las esquivas gargantas del Río;
las niñas que venden diminutas almadías de paja con dos velillas encendidas
para ofrendar al Río;
los vendedores de tortillas;
los vendedores de especias;
los vendedores de hojas de betel;
los vendedores de buñuelos en que arraciman las abejas;
los vendedores de pájaros;
los vendedores de emplastos;
los vendedores de bálsamos y laxantes;
los vendedores de ceniza;
los vendedores de sal;
los vendedores de agua...
¡Oh delirante confusión de las cosas más nimias y necesarias! El comerciante
cuenta en fracciones de céntimo sus ganancias y el comprador irrita su propia
hambre con un puñadito de garbanzos o recontados granos de arroz.
Que abran el parque de los profetas y los dejen venir hasta mí, con sus
salientes ojos alucinados, sus arremolinadas greñas, sus barbas cundidas de
piojos y sus inciertas piernas de ebrios de Dios. Que los dejen llegar hasta
nosotros, pues necesitamos su testimonio. Su demencia corrobora nuestra razón y
sus palabras nuestro designio.
¡Crece, crece la audiencia! Hay ya silbos de llama en la brasa.
¡Que vengan también el herborista y el sacamuelas; el botero y el guía; el
alfarero y el tejedor de mimbres; el astrólogo y el sastre; el homeópata y el
acupuntista...
que vengan las mujeres que trituran las piedras al borde de las carreteras;
los ancianos que rasuran el vello amarillo de la tierra secana;
el niño tuerto que teje los saríes de púrpura y de oro;
los hombres que tiran de los carros cargados con grandes vasijas de gres;
los encantadores de serpientes;
los pastores adolescentes de jabalíes y búfalos;
los colectores de boñiga;
los cornacas;
los hombres que cuidan de los monos en los templos olorosos a orina y benjuí;
los remendones de babuchas;
los barberos que, en cuclillas, rasuran y tonsuran a sus clientes entre las
ruedas locas de los rickshaws;
los mozos de tiro de los rickshaws;
los ganímedes de leche de coco;
los trenzadores de cuerdas;
los basureros y los recogedores de colillas;
los esquiladores y cardadores;
los camelleros y burreros;
los poceros y los pregoneros;
los estafetas y las plañideras;
la mujer que tuesta los garbanzos;
la que cuece el arroz;
la que sabe parar los flujos;
la que maquilla a la niña impúber;
la casamentera y la amortajadora;
los que baten el cobre y los que graban el cobre y los que nielan el cobre...
y los incineradores de cadáveres,
¡y las parteras de la miseria recién parida!
¡Oh lancinante algarabía de los humildes menesteres! Y de los bajos oficios.
¡Oh inacabable necesidad de las manos que ofrecen su trabajo! ¡Oh codicia fatal
de las manos que reciben el trabajo!
¡Crece, crece la audiencia!
Que vengan todas las gentes de sudor y de pena de Benares, y que me den todas
ellas su venia para citar a los campesinos rebeldes de Hayderabad;
a los artesanos maldicientes de Jaipur;
a los tasadores de basuras de Bombay;
a los pescadores acongojados de Madrás;
a los pastores de Cachemira;
a los choferes de Delhi;
a los tejedores del Deccan;
a los leñadores del Punjab;
a los colectores de cadáveres de Calcuta...
Que vengan todas las gentes de sudor y de pena de la India, pues plantearemos
un gran pleito y fomentaremos una gran querella con su asentimiento y
testimonio.
La audiencia es entre el Río y los Templos; sobre las escalinatas y bajo los
Palacios. Sin esperar la tarde: bajo el colérico sol que denuncia hasta el
hongo en la axila del notable.
2
Detrás está la ciudad: henchida, clueca, erizada de cúpulas, minaretes y
terrazas, empollando sus muchos siglos; rumiando su pasado, tal una vaca bajo
el bordoneo de los tábanos; pasando y repasando su rosario de lunas y de soles
a la manera de un fakir encenizado; censando sus caudillos, sus khanes, emires,
emperadores y gobernadores; empadronando sus hechiceros, sus brahmines, sus
lamas, y sus imanes; haciendo balance de invasores y contabilidad de lenguas;
recitando crónicas, anales y memorias de pestes, incendios, deslizamientos,
inundaciones, terremotos, tifones, sequías, guerras y hambrunas; suputando sus
muertos que descienden hacia el Río e inventariando sus recién nacidos que suben
hacia el hambre.
En la confusión de los elementos —cuando el aire, el fuego, las aguas y la
tierra eran todavía un común hervor—, surgió del légamo el lígam legatario y
esparció su quemante esperma, confirmando las inciertas riberas, dando cauce al
río y engendrando la ciudad.
Unas cuevas en las escarpadas orillas, unos montoncillos de adobes más arriba,
tal fue su origen, su remoto comienzo. Y la necesidad rondando desde entonces,
en torno, como ocelada fiera.
Su rumia secular le repite el sabor de los sudores iniciales, la quemadura de
las primeras lágrimas; el hedor de las primeras negras sangres humeantes.
Fermentación bajo el sol altanero; proliferación sobre el humus del río. Y el
infatigable conato del hombre por reproducir sus manos pedigüeñas y su boca
insaciada. Y su precipitado corazón.
Indiferente al destino de sus criaturas, la ciudad adorna su gran cuerpo
polvoriento con pulidos falos de piedra, de madera, de cobre, de hierro, de
ladrillo, de oro… por su eterna herida supurando generaciones necesitadas.
¡Ah! Rumia la ciudad sus gemidos de parturienta permanente; ora pariendo fosos
y murallas; ora pariendo mezquitas y pagodas; ora pariendo palacios y vanas
tumbas. Toda cosa parida —hermosa, grandiosa, fabulosa— envuelta en la amarilla
placenta del hambre.
Vientre cuyo flujo no reconoce tasa ni peaje, en el impudor de su celo
milenario expele generaciones como vastas ovadas de renacuajos y pone esos
huevos cósmicos bajo cuyo esculpido dombo se refugian los dioses y tratan de
recalentar los hombres y la yerta metafísica del hambre.
A cada vuelta de siglo, se hacen más claras en el clamor de sus criaturas
palabras, quejas, gemidos, gritos, alaridos de hambre y súplicas de justicia y
de paz. Las siente en sus flancos como leves quemaduras, como fugaz prurito
recurrente. Y se voltea sobre su propia desazón como una barcaza abandonada da
tumbos sobre la ola contraria.
Sobre la rumia de la ciudad, el cielo azul, impasible, surcado por el vuelo
místico de las apsaras y el vuelo escandaloso de las guacamayas.
Manan los hombres de la ciudad hacia el Río; se vierten por las escalinatas
como una lava lenta y escabrosa; extraviado cada uno en un sobresaltado ensueño
de viandas humeantes y divinos visajes.
Consolación de los colores: el inquieto, el incierto, el tímido descendimiento
de la muchedumbre por las escalinatas, se afirma e ilumina con las rojas
trenzas de un turbante, los pliegues de un manto amarillo, los visos de un sarí
violeta, el breve vuelo de un velo verde y la azorada palpitación de un gran
lienzo blanco entregado al mudo furor del viento.
3
Ya estáis aquí, creyentes, en torno mío, poblando las escalinatas. Y va a ser
posible abrir la audiencia, pues otras gentes de vuestra misma condición
contradicha han venido de todos los rumbos: ora por sobre las sobresaltadas
praderas marítimas; ora traspasando las montañas en que tienen sede sabios,
santos y otros semejantes fantasmas; ora por los polvorientos caminos que el
árbol niim sombrea con sus ramas caritativas y sus hojas sanatorias.
¡Nombrarlos, enumerarlos! Cada nombre será una nueva brasa y cada número otra
ira.
Que nuestra condición se muestre en toda la majestad de su horror.
¡Censar, censar es mi retórica!
Vedlos aquí: venidos de todo foco de infección, de todo hogar de miseria, de la
ubicua sede de la necesidad:
De Nagasaki e Hiroshima y Okinawa las madres frustradas, los hombres mutilados
y los campesinos desposeídos;
de las islas de Sonda los caucheros de quienes nadie recogió la leche de su
fatiga ni la resina de sus huesos;
de Indonesia las víctimas de los remotos especuladores del estaño;
de Turquía los aldeanos que devoran a ras del suelo, en apresurada competencia
con las bestias, las hierbas amargas;
del Irak los supervivientes de las matanzas de Basrah, de Habanieh y de las
islas letales;
de Ceilán las víctimas de los avisados especuladores del arroz;
del Irán los rehenes de la guerra cruda del petróleo y los habitantes famélicos
de las cuevas de la prestigiosa Teherán, so el miraje de los palacios: como
aquí;
de Argelia los macilentos próceres que roen con sus dientes de coco las cadenas
del cainita;
de Egipto los fellahs que perdieron en el turbión de los siglos el crédito de
su angustia y el débito de su cólera;
de Kenya los kikuyus engañados por las grandes fábricas del saber occidental;
los masai empenachados con su propia belleza, pero ampollados por la
consunción; los mau-mau exorcizándose a sí mismos en tenebroso ensueño de ira y
reconciliación;
de Sur África los míseros viejos negros sollozando sobre el destino de sus
hijos terroristas y de sus hijas prostitutas…
¡Crece, crece la audiencia!
Pues también de la orgullosa península minúscula derivan hasta aquí nuestros
semejantes;
de Francia, la bien garnida, los mineros silicosos, los recogedores de
remolacha, los galanes sin techo, los ancianos que abren la espita del gas y
escuchan la silbante canción del gas como final melodía de su desamparo; las
maquilladas marionetas mecanizadas de la prostitución; los obreros roídos por
las hormigas de los dividendos;
de la España bronca, los cosecheros de aceitunas de Andalucía, los vascos de
sellada furia, los asturianos cosidos de recuerdos como de cicatrices: todos
los españoles humillados y ofendidos;
de la imperial Britania, los lémures humanos de los slums londinenses; los
labriegos que revientan de fatiga y de hambre sobre los terrones de Irlanda;
las viejas que vendimian el vino de su embriaguez en lagares de esperanzas
fallidas y mancillados recuerdos; los marinos que buscan en los siete mares el
olvido del hogar ingrato, y todos los que, ruborosos, se dicen a sí mismos, como
Charlot: no hay miseria comparable a la de Londres;
de la Italia azul y miel, las mondadoras de arroz que son mondadoras de sus
propios sueños; los pastores de Calabria que apacientan la negra ira; los
vidrieros vénetos que traspasan el agonizante fuego de sus venas a las
cintilantes copas que saciarán a otros labios; las niñas negociadas de Nápoles;
los carusi de Sicilia, precozmente corrompidos por la explotación y
contrahechos por la opresión; las muchachas vergonzantes de Roma a las que
encontrará la muerte más blancas y temblorosas que una hoja de papel, más
yertas que el alba del desahucio, y toda la innumera emigración desesperada;
de Grecia, toda Grecia, la traicionada y vilipendiada: el devorante chancro de
nuestros vicios, nuestra más secreta vergüenza.
¡Qué numerosa audiencia!
¡Qué tumultuosa audiencia!
Y aún crecerá la audiencia sobre las escalinatas. Pues no ha finido el censo.
Del quieto país de muchos lagos y volcanes de agua, han venido los
guatemaltecos tratando de revivir entre sus manos desposeídas un quetzal
malherido;
de México —leucémico, agonizante— han llegado los agraristas engañados, los
guerrilleros vendidos, los revolucionarios frustrados, los sindicalistas
abozalados: toda la gente mexicana como un erizado bosque en marcha de cactus;
de otras naciones del Caribe, blancos y negros, mestizos, mulatos, zambos y
cuarterones han venido, alzados todos ellos contra la sangrienta demencia que
sirve de Celestina a los rijosos patrones del azúcar y el banano;
de las gélidas mesetas en que el guanaco curiosea, han venido otras víctimas de
los remotos especuladores del estaño;
de Venezuela la rica, la riquísima, la mil veces rica, —inesperado centro de
musicalia, sede de la más audaz arquitectura, lonja de artistas, mecenas estrellado
(¡oh antifaz, oh irrisión!)—, de Venezuela humeante de petróleo, husmeante de
pan, azul de hierro, lívida de hambruna, centelleante de brillantes, mate de
malaria, han venido millones de pobres venezolanos y los millares de sombras
que toman aquí, entre nosotros, vacaciones de los penales, presidios, cárceles,
penitenciarías y bóvedas, en que pagan el planteamiento de un pleito: ¡el
vuestro, el nuestro!
Que cada palabra mía fuese ahora como piedra de cien filos: llave inmisericorde
que abra y destroce todo corazón. O como dentellada de lobo que tiene prisa por
llegar a las vísceras palpitantes de su presa. Pues mi propia pobre entraña
está llagada y desnuda viendo llegar a las escalinatas la delegación de mi
pueblo: mis hermanos, mi más inmediata semejanza.
Helos ahí, entre taciturnos y atónitos; doblegados bajo la lluvia de su propia
sangre y con el guijarro de un “¿por qué?” en la garganta.
Entenados de una despótica familia de próceres; libertos de una vanidosa casta
feudal; hijos putativos de las cadenas; ahijados de sus propios explotadores;
pupilos de los grandes empresarios; mesnada de los advertidos filántropos del
paternalismo; catecúmenos de la iglesia cesárea; hombres de leva bajo las
banderas de la demagogia; hombres de presa bajo los uniformes del poder; hombres
de pena bajo los grandes cuadros estadísticos que registran la proliferación
cancerosa de los valores bursátiles.
La resaca de remotas perversiones llegó e hinchió, como ponzoñosa esponja, el
corazón de toda aquella casta codiciosa y paternalista. La cruz gamada volteó
en el espacio y siendo ya signo de infamia en los países liberados, se trocó en
ídolo devorador en la tierra colombiana, mi dulce y tremenda tierra. Para
enrodar a los humildes y corroborar a los poderosos.
La concupiscencia del poder, primero; la codicia luego, engendraron la crueldad
y abonaron el crimen. Una y otro abortaron ese feto: el terror.
Burundún-Burundá enseñoreado de siervos y patronos.
A espaldas del tartamudo locuaz, del vaquero venido a más cuando se consagró
matarife, del sordo a lo que no fuera reteñir de monedas y de la bestia militar
que tuvo tantas estrellas como pezuñas —a espaldas del multifacético Burundún—,
los especuladores del platino, del petróleo, del café, del hierro, del uranio y
del mismo cielo azul hicieron de la sangrienta titeretada su agosto, ofreciendo
como diversión a la agonía de un pueblo la alharaca de los engreídos
cubileteros de la libertad condicionada y de la democracia de papel.
Pero ya están aquí las víctimas, con nosotros, sobre las escalinatas. Y tienen
voz y voto y veto en nuestro pleito.
¡Crece, crece la audiencia!
4
Detrás de mí está el Río.
Lo siento correr sobre mis riñones y cómo los ciñe con su fluyente y yerta
cadena de plomo, invitándome al lento viaje de la muerte, como a vosotros:
seres de condición contradicha y de voluntad incierta.
Pero sigue la audiencia y prosigue la acusación.
Y te acuso, Río hipócrita. Con tus aguas de adobe desleído y de cañas podridas
crees ocultar tus crímenes de inundador y saqueador de aldeas; con la mimosa
sonrisa de tus breves ondas y los arrebatos de tus remolinos danzantes,
procuras disimular el rapto de los niños y las mozas que bajaron de los pueblos
sedientos para mirarse en tus sucias aguas.
Río-mito: estás ahí, a mis espaldas, con tu lengua salaz de Celestina, con el
rumor canalla de tus vanas promesas. Todo burbujeante y espumeante de historias
y misterios. Exhalando el vaho de muchos siglos. Sorbiendo y convirtiendo en
onerosa tasa marítima la polvareda de las necias obras humanas.
Te acuso, sede de los grandes señores, cómplice de los grandes sacerdotes,
alcantarilla de los grandes asesinos.
Millones de ojos desesperados, millones de manos sin empleo, millones de
cuerpos enfermos, millones almas extraviadas te buscaron, te buscan; te
siguieron, te siguen; se sumergieron, se sumergen en tus aguas, buscando en
ellas la horrenda remisión de su miseria, el perdón de sus supuestos pecados y
la garantía de nunca más volver a vivir sobre la tierra madrastra.
¡Oh blasfemia contra el mundo, la vida y el hombre!
Dicho esto, tengo algo más por decir.
En voz más baja, doblando la cabeza hacia el vientre, anudando mis rodillas con
la liana entrecruzada de los brazos —en una repetición de la postura fetal y en
una anticipación de momia india—, sin pensar pensando, pensándolo... que el
Río-mito, que el Río-cómplice, que el Río-hipócrita y sagaz me empape con sus
aguas. Pues sólo sintiendo su humedad, oliendo su legamoso, su hedor,
conociendo sus tretas será verídico mi testimonio en esta audiencia.
Nacido de las más puras nieves, ¿por qué, Río, te prestaste a servir de vía de
agua por la cual se vertiesen los cadáveres desmantelados de las viudas cuyos
sexos picotean tus peces?
¿Por qué tras de regar los altos valles y las grandes llanuras en que los
hombres siembran y procuran cosechar frutos de utilidad, te prestaste a evacuar
los cadáveres de los niños macrocéfalos que abren y cierran sus pobres piernas
raquíticas y los bejucos de sus brazos como compases yertamente regulados por
tus grandes aguas caudales?
¿Por qué, después de dar limo propicio a la tierra en que amorosamente paren
las mujeres, te prestaste a acarrear los cuerpos muertos de las altas muchachas
cuyos senos, apenas en flor, fueron trocados por tu humedad en reblandecidas,
trasparentes y fosforescentes anémonas de bajamar?
Más gris cuando desde las escalinatas te ofrendaban las cenizas de los cuerpos
mordidos en vida por el hambre y calcinados por las llamas en la muerte. Y
conservando siempre ese color de herrumbre que te dieron en el desesperado
desperezamiento de los siglos los guerreros innumerables que, con un pequeño
gemido humano o una gran blasfemia humana, se precipitaron a tus aguas:
cubiertos todos ellos, como grandes escarabajos, por armaduras nieladas, por
armaduras de mallas, por armaduras repujadas, por armaduras que ostentaban el
relieve de medusas, furias y minervas, por armaduras empavonadas, trenzadas,
bendecidas... ¡y todas ellas vanas!
¡Oh creyentes, el Río está aquí, y está con nosotros y está contra nosotros!
Pues tengo todavía tengo algo más por decir.
¡Qué tumulto de pueblos y qué confusión de razas en la longitud de tus riberas,
Río de tan largo brazo y de tan numerosos dedos afluentes!
Desde los muy antiguos ariodravídicos que vinieron ya, ¡ay!, en son de guerra y
de conquista para desposeer y avasallar a tribus que ni si quiera tienen fe de
bautismo en los registros de la historia, hasta los señores de hoy que, para
hacer una ablución hipócrita en tus aguas cómplices, descienden —sudorosos,
lustrosos y obesos— por las escalinatas entre una doble fila de policías
militares, idénticos estos con su casco blanco, con sus uniformes verde-caña y
con sus amenazantes botas, a todos los que hoy vemos desplegados sobre la faz
de la tierra contra la pobre condición humana. Esos señores que vimos hoy
descender por las escalinatas con sus esposas, aún más gordas y de bellos ojos
vacunos y con sus hijos ya envarados por el protocolo de la riqueza, y toda la
poderosa familia descendiendo bajo un enorme parasol blanco que ostenta,
repujadas en oro, las sentencias falsamente consoladoras y descaradamente
admonitorias de la antigua fe: ausente en los señores pero pérfidamente
mantenida en vosotros, ¡oh creyentes sobre las escalinatas!
A tus riberas, Río-mito, llegaron gentes arias, gentes macedónicas, gentes
griegas, gentes pérsicas, gentes turcas y escitas; y los ghaznávidas de Mahmud
el Mecenas; los uzbecos de Timur el Cojo; los tártaros de Baber el Letrado y
los maharajatas de Aurangzeb el Cainita. Todos ellos, tras la atroz hecatombe,
poniendo a relinchar sus caballos, a berrear sus meharíes, a trompetear sus
elefantes sobre el limo engañoso de tus orillas.
Y, en otra vuelta de la rueda del tiempo, se bañaron en tus aguas o pasaron por
ellas a la gran noche gentes de Francia, gentes lusitanas y las gentes de
Britania, también ellas ofreciendo a las asas asesinas del Río sus cuellos
quebrados y el esplendor inútil de sus corazas y uniformes, perforadas aquellas
y deshilachados estos por la sierra dental de tus peces, impacientes de llegar
a más suculenta vianda.
Cada invasión buscando y encontrando en tus aguas, en tu cauce, la más ancha y
discreta vía para desembarazarse del feto de su propia codicia abortada: todas
esas bocas blasfemantes de los reclutas invasores; todas esas muecas desdeñosas
pero vergonzantes de los soldados del Imperio; ¡todas esas carnes malheridas,
todos esos mutilados cadáveres de los defensores de la patria!
El fiscal de los hombres constata que cada uno de esos transitorios imperios
edificó en tus riberas primero fortalezas, luego templos que las justificaran,
finalmente palacios en que unos pocos señores —bajo el pabellón de las espadas
y la aspersión de las bendiciones— se regodearan en su poder, jadearan en su
vicio y loquearan en su hastío sobre la infinita miseria de sus semejantes.
¡Oh indecente complicidad del mito fluvial!
Para que la abominación fuese posible, por las escalinatas en cascada y por
laberínticos albañales subterráneos, entregaron a tus ondas el anónimo pueblo
que edificó en tus riberas, pero no al alcance de tus crecidas, Templos y
Palacios.
Así hicieron de ti el furgón funerario de las gentes venidas del Tíbet con la
cabeza calva y sus túnicas color de azafrán; de las gentes envueltas en los
mantos blancos del Afgán; de las gentes de Han que subrayan su parla
monosilábica con el revolar de sus anchas mangas, y de las gentes que ostentaban
las rojas casacas senilmente amadas por la emperatriz Victoria... —llevando tú
hasta el delta, hasta ese horrendo desaguadero de la muerte, toda una pálida
cargazón de cadáveres.
Río manso en la hipocresía; Río cómplice en el silencio; ¡Río-mito por la
vanidad! ¡Fabulosa serpiente sacralizada por cada una de las religiones que
inventaron los poderosos para distraer el hambre de los humildes!
Y más aún diré, nutriendo cocodrilos en tus aguas bajas siempre so la
vigilancia de buitres, milanos, alcatraces y otros aves voraces, continuas tu
curso, que sería inocente, como toda cosa del mundo si no hubieses aceptado el
feudo de los potentes y la bendición de los brujos.
Toda una historia se amotina por ello contra ti, ¡oh Río!
Y entonces menester es gritarlo:
¡Acusa, acusa la audiencia!
Pero también el hombre en cuclillas que soy yo, tu acusador y tu cantor; el
hombre en cuclillas sobre las grandes losas de las escalinatas; el hombre
rodeado por gentes de toda condición; el hombre obsedido por la belleza del
mundo y agobiado por la infinita tristeza de la condición humana; el hombre que
convoca esta audiencia; el hombre que echa sobre sus hombros el censo de la
miseria; este pobre hombre sobresaltado por su propia audacia, tiene, oh Río,
que bajar hasta tus aguas para decirte:
Bajo el sol implacablemente inocente en su carrera y su furor en sus eclipses y
en sus nubosos rubores, sudas, oh Río, una neblina que los agoreros interpretan
contra los hombres del común y en favor de los señores. Acariciando tus propias
riberas a la manera de un viejo amante impotente, sollozas un canto de sollozo
que tus altos padrinos interpretan como la irremisible condenación de sus
feudatarios.
Sin repetir jamás lo que se mira en tus aguas, ni las palabras que se vociferan
o murmullan o gimen sobre ellas, fluyes hacia el rizado mar, esperando hallar
en su inmenso cáliz violeta una evasión, todavía otra muerte, ¡la propia tuya!
Dispersando en el delta de tantos y más brazos que el Destructor Divino, los
cadáveres que te envenenan y acongojan.
¡Pero no vas a hallar, oh Río, esa paz en el convulso seno del mar! Pues el
piélago iracundo no quiere resignarse a continuar siendo la vagina en que se
viertan los vicios e inmundicias de los defraudadores del hombre.
¡Pobres hombres!
¡Pobres dioses!
¡Pobre Río!
¡Acusa, acusa la audiencia!
5
Montada está la escena.
Plena la audiencia.
Aquí, sobre las escalinatas, frente a los Templos, bajo los Palacios y con el
Río ciñendo mis lomos. Una gran audiencia humana que espera, sorbiéndose los
labios amargos y restregando coléricamente uno contra otro los nudos de las
rodillas, el proceso, la acusación y la condena de sus ubicuos verdugos.
La audiencia se reanuda y prosigue la acusación con este largo grito: ¡oh
cándidos creyentes!, ¿no estáis consintiendo, acaso, mimando e idolatrando aquí
mismo, ahora mismo, sobre las escalinatas, a los avisados delegatarios de
vuestros verdugos?
Ved a estos altos simios de pelambre rubia, de cenicientas crines, de grisosas
lanas e indecente trasero que ostenta la desolladura azulosa y lívida de las
grandes heridas; vedlos pululando en torno vuestro, tratando de imitar el
lenguaje humano con sus breves ladridos y sus horrendos balbuceos pueriles;
mendigando, robando o exigiendo toda cosa; infatigables en la actividad
codiciosa de sus largos dedos astutos, de sus engarfiadas uñas y de las rosadas
palmas de sus manitas siempre aptas para convertir los votos depositados en las
urnas en billetes depreciados para usura de los humildes, beneficio de los
poderosos y cuantiosa comisión de los intermediarios prestímanos.
Ved a esa despreciable horda que pretende asemejarse al hombre, a nuestra
condición. La horda que diezma las cosechas logradas con tan largo jadeo y tal
angustia. La horda que casca con sus pequeños dientes aguzados y rechinantes el
cacahuete del Erario. La horda que, después del ávido expolio, se diputa a sí
misma para ir a chillar y gesticular bajo las cúpulas de los Templos y sobre
las terrazas de los Palacios.
Ved a esos grandes monos hediondos a sudor de codicia, a orín de consentido
vasallaje, tratando de treparse al árbol genealógico del hombre para triturar
en sus más altas ramas, lo mismo que aquí, sobre las escalinatas y entre
vosotros, las nueces que les tributa el creyente y mondar las frutas que el
creyente les ofrece.
Ved que ni siquiera son la imagen un dios arbitrario, ni el portentoso híbrido
de magia y realidad, ni tampoco los cancilleres de vuestra voluntad incierta.
Sino apenas la caricatura del ser humano; los ridículos apoderados que lograron
de vosotros mismos las cartas credenciales que les abriesen las artesonadas
salas del Consejo, las yertas curules del Congreso, las secretas Cámaras
Episcopales, los tufosos Cuartos de Banderas para llevar a ellos el yermo
testimonio de las promesas incumplidas, los sucios papeles de las componendas
clandestinas, la jadeante amenaza de las leyes represivas, el vitriolo de los
impuestos y, desde luego, sus propias momias de irrisorios próceres.
¡Oh creyentes de baja condición, de voluble memoria y de voluntad incierta: la
primera exigencia fiscal en esta audiencia es vuestra desdeñosa ignorancia y el
definitivo exilio de esa horda que pretende asemejarse al hombre. El fiscal de
esta audiencia os pide la proscripción ahora y para siempre de esa exigua tribu
voraz, capaz de devorar en unas horas la cosecha sembrada, cuidada, saneada y
recogida en las cuatro largas estaciones en las cuales levanta, amasa y cuece
el hombre su pan escaso!
¡Fuera esa horda gesticulante, mendicante, amenazante, orante, blasfemante,
gimiente, demente que es apenas, en sus trances y convulsiones, la mueca
obscena de la condición humana!
¡No más simios!
¡No más símbolos!
¡Sólo el hombre!
¡Sólo nuestra condición!
¡Acusa, acusa la audiencia!
6
Debo también, oh creyentes, denunciar la estulticia, el abuso y el mito de las
Vacas Sagradas que ambulan, torpes y lentas, por estas escalinatas.
No son aquí —como la novilla alcanzada y penetrada por el dios— criaturas de
belleza, vida y amor. Sino arilo vacío, matriz estéril, cesta sin fondo de la
ignorancia y la miseria, triste trasunto de la condición contradicha a que os han
reducido los ubicuos verdugos que nuestra audiencia busca y acusa.
Vedlas aquí, sobre las escalinatas, vuestras Vacas Sagradas: con los cuernos en
forma de lira pintados con el similor de los idólatras para disimular la carie
interna; con los saltones ojos entelados por la tristeza vergonzante de las
cataratas tejidas en una larga edad de hambre; plisado el cuello, neciamente
engalanado con guirnaldas florales, plisado en la ausencia del bolo rumiable;
exhibiendo en el lomo la humillación de la erosionada cordillera de los huesos;
enjutos los ijares y, bajo el vientre pobre, la inútil ostentación de la ubre
con sus cuatro grifos incapaces de ofrecer al hijo del hombre su leche
solidaria de gran bestia doméstica. Desesperada, acaso, de que ese mismo hombre
tema emplear contra ella la cuchilla para su sacrificio redentor de Ifigenia
bovina.
Vedlas aquí, reducidas a la inutilidad de los vanos mitos; forzadas a ser los
graves y ridículos símbolos de ese prolongado y también miope, triste y estéril
rezongar de los filósofos que, evadidos de la condición humana, en sus
polvorientas bibliotecas y en sus mentes —más desveladas, desaladas y desoladas
que la misma miseria sacralizada de las bestias—, rumiaron y rumian las ideas
puras reducidas a heno, los hechos vivos convertidos en paja, la verdad vital
trocada en conserva como fruto para la invernada.
¡Vacas sagradas! ¡Filósofos de ayer, hoy y mañana: unas y otros disimulando las
razones del hambre con la deglución de la sosa saliva del ideologismo;
eludiendo siempre los hechos ineluctables de la vida, las cosas entrañables del
hombre. Sólo para disputar los filósofos ante doncellas de anticipada
menstruación literaria, ante iracundas Xantipas menopáusicas, ante adolescentes
de sexo incierto y ante rijosos sofistas, su dudoso derecho a escribir textos
tan secos como el heno, tan fútiles como la paja y tan horros de la leche
caritativa como vosotras, Vacas Sagradas, que aquí, entre nosotros, sobre las
escalinatas y bajo la ostentosa complacencia mecénica de Templos y Palacios, no
lográis ser cosa distinta al agobiante, al agonizante, retrato de filósofos
engañosos y de usureros mecenas!
Mas tengo aún por decir.
No por oportunamente renegadas por los padres putativos que las bautizaron con
el agua del mito y la sal del símbolo, dejan de ser esas novillas y esas vacas
la más exacta imagen de las sacras palabras vertidas sobre ellas por los
arteros verborreantes.
Aquella vaca que estorba nuestra audiencia sobre las escalinatas, ¿no responde,
acaso, al nombre de Democracia? Y esa otra que atrapa con sus vellosos belfos y
roe con sus dientes cuadrados la túnica del demente, ¿no la bautizaron
Libertad? ¿Y no pisotea al inválido y al niño la vaca cegatona que acude cuando
la llaman Caridad? ¿Y no da testarazos testarudos en el hombro del hombre la
vaquilla denominada Igualdad?
¡Todo un rebaño de vacuas ideologías babeando sobre vosotros! ¡Toda una manada
de mentirosos conceptos vertiendo su estiércol chirle entre vosotros! ¡Toda una
mugiente impedimenta retrasando vuestra marcha hacia el pan de cada día!
¡No más rumiantes!
¡No más falsarios de la razón!
¡Sólo hombres!
¡Sólo nuestra condición, hasta ahora contradicha!
¡Acusa, acusa la audiencia!
7
Y ya se lanza la carga, oh creyentes, contra los Templos.
Hasta ahora anduvimos bajo el engaño y el terror de innúmeros dioses incógnitos
y adversos:
Todas aquellas galaxias y nebulosas de tan lenta o vertiginosa gravitación,
interrogadas por el hombre y sin poder cosa distinta a traspasar al hombre su
escamada subienda de estrellas, su fulgurante proliferación de astros y ese
polvo sideral de los aerolitos que es el raudo testimonio de la inexorable
cólera del cielo;
todas esas rocas retorcidas y esas piedras agujereadas ante las cuales hacían
temerosas reverencias los hombres de endebles huesos;
todas esas hogueras que alelaban al hombre mismo que las encendía;
todos esos surtidores hirvientes, todas esas yertas lagunas, todas esas
fuentes, todos esos ríos, y el Mar: veneración del agua por el hombre,
espantado por el monzón, la inundación y el diluvio;
todo ese follaje de plumas agoreras, toda esa muda ritual y misteriosamente
amenazante del plumaje;
toda esa sangre vertida en los circenses juegos holocáusticos; toda esa sangre
resbalando por aquellas otras escalinatas de los aztecas; toda esa espesa ducha
de sangre de los bautismos mítricos; toda esa sangre perlada sobre la piel de
los derviches flagelantes; toda esa sangre bebida en el cáliz católico; toda
esa sangre desatada en las degollinas de los Bandoleros de Dios; toda esa
sangre freída en las hogueras de los inquisidores; ¡toda esa sangre exprimida y
humeante en los lagares de los terribles dioses ignotos!
¡Y doblegados siempre vosotros bajo tal tormenta divina!
Con la planta de los pies desnuda y quemada por la arcilla de las más viejas
edades, o desollada por cemento de las más nuevas ciudades, buscando ávidamente
la consolación ultraterrena...
Hombre de siempre, hermano mío, lanzado desde el doble orbe testicular del
padre hacia la noche lacerada del ovario materno: aferrándote allí y allí
proliferando; creciendo allí en tal tibieza y tal ternura para irrumpir,
llegada la hora, por el valle convulso de los muslos, con la frente blanda pero
ya arrugada por la adivinación del difícil conato de vivir y perdurar entre las
amenazas de los dioses y las exacciones de los Templos.
También tuvieron esos Templos un humilde comienzo. ¿Recordáis cómo al filo de
los siglos y al hilo de vuestros sentimientos, comenzasteis por modelar esos
túmulos de arcilla —a medida de un cadáver en cuclillas—, ante los cuales la
piadosa familia quemaba luego pajuelas aromáticas, granos secos y cándidos
juguetes de papel? ¿Esos túmulos contra los cuales se rascaban los búfalos;
esos túmulos que servirían de punto de aproximación y de oteo a ciertas aves de
rapiña?
Y otras veces, cavando con dedos y uñas en los altos farallones de arcilla y de
pizarra burdos nidos para empollar en ellos vuestros ensueños y emplumar en
ellos vuestras esperanzas. Y más tarde, ¿recordáis cómo hicisteis de esos
modestos nichos el pequeño escenario en que mimaban su eterna ternura Rama y Sita;
o pataleaba su pesada danza el alegre Ganesh, mi patrono; o el Buda de enorme
ombligo oblicuo se regodeaba con la belleza del mundo y la variedad de la vida,
repartiendo la contagiosa risa que sacudía todos los pliegues de su jocunda
obesidad?
Dioses creados a semejanza del hombre, al dictado de su sed de alegría,
idénticos a su eterno afán de amor.
¿Y qué sucedió luego, oh creyentes? ¿A dónde pasaron vuestros modestos lares,
vuestros pequeños nichos aleteantes de cándidos plumones, vuestros nimios altares
urdidos entre las raíces de los árboles más ilustres o esculpidos en las losas
del torrente en la alta meseta andina?
¡Cuán prolongado y tenebroso engaño!
Hombres de toda condición en esta audiencia; hombres de toda opinión en ella;
hombres de toda fe, de toda creencia, de toda parcialidad en nuestra audiencia;
hombres de idéntica miseria bajo los pendones y los símbolos de los
expoliadores: ved en qué se trocaron los nidos en que tratasteis de albergar el
exceso de ternura de vuestra condición.
Todo este esplendor de cobre y de ladrillo; de piedra y de oro; de mármol y de
plata; de olorosas maderas y lucientes cuarzos; toda esta enceguecedora
sucesión de los Templos que sustentan a los Palacios aquí mismo, sobre las
escalinatas, reflejándose orgullosamente en el sucio espejo cómplice del Río.
De la misma manera que vuestros verdugos supieron convertir en otros tantos
símbolos engañosos al mono codicioso y olvidadizo, a la vaca estulta y mansa,
al cocodrilo paciente y voraz, al elefante que puede ser tan iracundo como
amoroso, también transformaron vuestros tiernos lares en estos Templos
ostentosos que riegan sus bendiciones de fuego con las manos calcinadas de los
shamanes pirolácricos; sus bendiciones de ceniza con los engarabitados dedos de
los fakires; sus bendiciones de humo con las manos sudosas de los bonzos
dopados con la más bella e idiota metafísica.
Escuchad bien esos gritos de pregoneros que se expanden desde el estrecho
pasillo del alto minarete, anunciando —¡oh coimes de un burdel paradisíaco!— el
revolar de las huríes a la llegada de los guerreros desjarretados,
desventrados, degollados en la guerra santa y condenados luego al eterno
deleite de las altas mozas, menos orgullosas de los racimos de sus senos, del
escudo de su vientre y del delta de su sexo, que alucinadas por el goloso
glogloteo de sus gimientes gargantas de grandes guacamayas blancas.
Y esos otros vendedores de bulas e indulgencias, vociferando su sagrada
mercancía en el altozano de las iglesias, entre una muchedumbre de apestados,
de leprosos, de inválidos de guerra, de siervos de la gleba, tasando el sello
negro o rojo de sus títulos como papel de peaje para el purgatorio y la
bienaventuranza ultraterrena.
Y los de más allá ofreciendo el nirvana a cambio del difícil e inútil suicidio
de los sentidos; a trueque de la abdicación de la simple, hermosa y siempre
contradicha condición humana.
Oíd bien cómo todos esos vendedores de póliza sólo os ofrecen una seguridad
ultraterrena a cambio de vuestro sudor y vuestra sangre aquí en la tierra.
¡No más aras!
¡No más Templos!
¡Sólo campos!
¡Sólo aradas del hombre!
¡Acusa, acusa la audiencia!
8
¡La carga ahora contra los Palacios!
¡La carga sí contra esa crestería de mármoles varicosos, de oxidados cobres, de
roídos ladrillos amarillos que aquí, sobre las escalinatas, sobre los Templos,
frente al Río y a espaldas de la ciudad cuitada, impone a todos insolentemente
sus falsos títulos de nobleza, ganados con la intriga usurera y el cohecho
oportuno; con la traición ventajosa o la clandestina simonía, y todos ellos
chorreantes de la sangre leucémica del pobre!
Miremos de nuevo el teatro de nuestra audiencia:
Las escalinatas establecidas como escenario ineludible;
el Río hipócrita sirviendo de foso de orquesta;
los Templos de bambalina;
los Palacios cegando a la audiencia con las candilejas de la especulación y los
alternos semáforos del crédito y el rédito.
Y en tal teatro, los simios actuando de bufones, intermediarios y coimes; las
Vacas Sagradas mugiendo su papel de grande farsantes inocentes y de vacuas
entelequias engañosas. Y vosotros, hombres de la gran audiencia, condenados a
ser el inmenso coro que repita y amplifique las arteras palabras del consueta
invisible en el foso de los Palacios;
Y ahora tengo que decir: ¡Oh creyentes, en los Palacios ya no moran los grandes
dementes que con la espuela, el látigo, el fuego y la rueda os sometían!
Pasaron los caudillos, los khanes, emperadores y gobernadores. Se fueron con
las aguas del Río los príncipes y capitanes que llevaban en su carcaj flechas
embriagadas de veneno y que no sabían dominar la sed de sangre de sus espadas
devoradoras.
Tampoco Kasyapa el Fraticida dejó herederos que nos explicaran el inefable
misterio de las damas de Sigiriya; ni canta ya en sus logias Lorenzo la
fugitiva juventud; ni elabora en sus estancias el VI Conde de Derby quejas de
amor perdidas; ni desde su cámara se mofa el de Saint-Simon de la alta ralea
real; ni edifican Pedro en el Neva y Sawai Jaising en el Rajasthan las más
bellas ciudades del mundo; no hay ya en los Palacios emperadores T´ang para
coleccionar las más hermosas cerámicas, ni emperadores Yuan para leer los largos
rollos de pintura; ni delira en sus terrazas Luis de Baviera; ni hay príncipes
en Mónaco que distraigan sus ocios con la absorta contemplación de los
magníficos monstruos submarinos.
Pasaron todos ellos y ahora están allí, en esos mismos Palacios, los gerentes
ahítos de poder y de dólares; los planificadores de vuestro conformismo; los
pequeños magos de las relaciones públicas; los pregoneros de la mentira que ya
no se atreven a salir a las plazas públicas entre un destemplado reteñir de
clarines y un desinflado resonar de tambores, sino que solapadamente y por mano
ajena deslizan en la yerta madrugada, por la hendidura baja de las puertas, la
voluminosa y cotidiana tergiversación de vuestra vida, fabricada en las grandes
rotativas según sus propias conveniencias: unas veces ostentando el horror del
crimen y la desatada violencia para aumentar el número de sus morbosos
lectores; otras ocultando las raíces del mal para que perdure y fructifique su
hipócrita traición a la condición humana. Y mintiendo siempre, mintiendo
siempre, mintiendo siempre con la bendición de los Templos y la subvención de
los Palacios.
No busquéis en estos eco alguno de vuestra angustia, ni correspondencia a
vuestra necia lealtad. Ya ni siquiera son los símbolos de un insensato orgullo
patrio. Pues ¿qué podrían deciros hoy las siglas de los grandes monopolios
internacionales, de los poderosos carteles y los ubicuos trusts que acumulan
riqueza y poder mientras una erosión incontenible roe las pequeñas monedas y
los pringosos billetes de los pobres? ¿Y qué podrían deciros los nombres, secos
como disparos, de los nuevos señores alojados en los Palacios y acolitados por
la codicia de los mezquinos merde de Dieu? ¿Qué os dicen esos nombres? ¿Qué os
dicen aquellas siglas? Sino que toda la historia memorable del hombre, toda la
crónica convulsionada de su angustia y su agonía, han venido a parar en este
engaño: los Palacios habitados por ellos; los Templos manejados por ellos; por
ellos usufructuadas las escalinatas; por ellos sacralizado el Río; los Simios
alquilados por ellos en sus diputaciones; las Vacas Sagradas arreadas por ellos
para vuestro desconcierto y vuestro engaño.
¡No más Palacios!
¡Sólo casas!
¡Sólo hogares para el hombre!
¡Acusa, acusa la audiencia!
9
El hombre solo, el hombre en cuclillas sobre las escalinatas, el insensato que
ha echado sobre sus hombros el censo de la miseria y el denuncio de sus
promotores y usufructuarios, dicho todo esto y después de arder en la pira de
la cólera, no puede esperar a que la audiencia dicte su fallo.
Pues ya están balbuciendo sus labios un tímido canto de amor; ya siente en sus
entrañas la invasión de la ternura que le inspira la contradicha condición
humana, la suya propia; ya está mirando las manos de los hombres y sintiendo la
necesidad de cantar su maravilla.
¡No más cólera!
¡No más odio!
¡Sólo el amor, el viril amor del hombre por su especie y por su semejanza!
¡Disuelta está la audiencia!